
Es tan fácil predicar en casa de otros como peligroso es aceptar la receta. Y mi impresión es que en la medida que Menorca ha sido más conocida, le han empezado a llover los predicadores y las recetas, que no suelen ser desinteresadas. Mientras era una isla olvidada por las guías turísticas, los menorquines habían de espabilarse solos.
Y parece que lo supieron hacer, porque ahora todo el mundo valora sus virtudes. Se habla de la capacidad que han tenido para conservar su ‘personalidad’, de la belleza de una costa tan poco maltratada por la especulación, de cómo se ha sabido mantener la arquitectura tradicional, etc. Las publicaciones turísticas van llenas.
Pero en cambio, no se entretienen mucho en explicar cómo ha sido posible que se conservara esta ‘perla’. Porque hace unos años estas virtudes menorquinas se podían encontrar en cualquier otra parte, y no digamos en Mallorca o Ibiza. Y la razón de que ya no sea así es muy fácil de encontrar.
A diferencia de las otras islas, desde que hay democracia los menorquines han elegido –casi siempre– aquellos partidos que daban prioridad a la protección del territorio. Quiero decir los partidos del “no”, como suelen llamarlos aquellos otros que se lo habrían vendido todo al primer postor y que –¡Dios mío!– todavía no han entendido que el progreso del mundo va por otro camino.
Pero el peligro –siempre hay peligros– es que el proceso menorquín muera de éxito. Precisamente porque se ha salvado de la quema de las otras islas, ahora Menorca es observada, desde fuera y al margen de los intereses de la población, como la tierra prometida donde todavía se pueden hacer grandes negocios.
Por esto, por más que se diga que Menorca aún no tiene un ‘modelo turístico’ definido, la realidad es que quizás sí que lo tiene, decidido de la manera más democrática por sus habitantes a través de años y años de elecciones. Y la prueba es que la isla se ha convertido en el refugio de todos los que huyen de los modelos turísticos que nos rodean, diseñados no desde el interés de la población autóctona sino desde las ganas de lucro de los grandes capitales.
Pero el peligro –siempre hay peligros– es que el proceso menorquín muera de éxito. Precisamente porque se ha salvado de la quema de las otras islas, ahora Menorca es observada, desde fuera y al margen de los intereses de la población, como la tierra prometida donde todavía se pueden hacer grandes negocios.
El momento es propicio debido también a otros factores. La proliferación de nuevos destinos turísticos y los precios de batalla que pueden ofrecer aquellos países donde no hay ni derechos laborales ni cuotas de la seguridad social. Será difícil mantener el actual modelo de turismo de masas en competencia con ellos.
Y también, que cada vez hay más visitantes que ya no aceptan formar parte de la tropa turística y que reclaman un trato más personalizado, cuando se lo pueden pagar. Que desconfían de las agencias de viajes convencionales y que valoran un discurso medioambiental políticamente correcto. Al menos, para tranquilizar conciencias.
Seguramente es una buena prueba la proliferación de los pequeños hoteles urbanos, que mientras son pocos, son atractivos y halagan los autóctonos, pero que cuando terminan ocupando el centro de las ciudades o pueblos, los transforman y no en sentido positivo. Favorecen desde el corazón mismo esto que ahora se ha llamado gentrificación, que significa la expulsión de los habitantes tradicionales de una zona.
Pero el mayor impacto del nuevo negocio turístico lo puede provocar este pez de mil caras llamado «agroturismo». Si tradicionalmente se había entendido como un complemento de la actividad agraria, muy arraigado en media Europa y dirigido por los propios agricultores, aquí parece que la cosa va por otro camino.
A principios parecía una buena manera de mantener las explotaciones y, a la vez, salvar unos predios que estaban condenados a desaparecer. Pero la mayoría de proyectos que se van presentando contemplan más habitaciones que mozos haya podido tener la finca. Y esto que ellos dormían todos en un mismo espacio…
Dicho de otro modo, parece que de hotel será mucho, pero de actividad agraria poca. Y cuando el establecimiento esté consolidado, tal vez ninguno, si no son las cuatro gallinas que pondrán los huevos de la merienda de los clientes y los olivos plantados en la entrada para hacer bonito. Una cosa es rentabilizar el campo y el otro convertirlo en una urbanización extensiva.
Quizás para alguien este modelo es atractivo, pero como las cosas que suceden aquí antes ya han pasado a otros lados, no es descartable que signifique el punto final de la Menorca rural y un paso más para que toda la actividad de la isla gire alrededor del turismo, que es un objetivo que mueve grandes intereses. Y que tiene anestesiada cualquier otra iniciativa económica.
La llegada de grandes capitales dispuestos a comprar predios y montar galerías de arte, no es una casualidad, es la consecuencia de haber mantenido la isla en un estado razonable de conservación. Y parece que en el nuevo proyecto a los menorquines y menorquinas no se les asigna ningún rol protagonista, sino el siempre triste papel de comparsa.
EL AUTOR
Emili Pons i Carreras, nacido en Es Mercadal, es ex alto cargo de la Generalitat de Catalunya i socio fundador del Centre d’Estudis Econòmics i Socials.
Este articulo fue publicado en el diario Menorca el día 14/8/2019
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