
Si buscamos en el diccionario la definición del verbo ‘expoliar’, podemos leer que se trata de «desposeer (a alguien) de lo que le pertenece». Podríamos, tranquilamente, considerarlo sinónimo de ‘robar’, aunque con un matiz de gravedad. Este ‘alguien’, escrito entre paréntesis, muchas veces es el medio natural. Una de las primeras imágenes que nos pueden venir a la cabeza relacionadas con este concepto es la de los robos que tienen como finalidad engordar el comercio de especies protegidas (animales, vegetales y minerales). Cada año, la guardia civil hace públicas las cifras de los controles efectuados en los puertos y aeropuertos, y no deja de sorprender la avidez del ser humano, las ganas que tienen algunos de hacer negocio con lo que no es suyo.
En el caso concreto de Menorca, hemos podido ver en la prensa imágenes de algunas especies decomisadas que no dejan de ser chocantes. Que aparezcan tortugas de tierra o lagartijas negras de la isla del Aire entra dentro de los cánones de lo que se puede esperar, lo cual no quiere decir que el hecho no sea lamentable. Pero las noticias de este tipo de operaciones muestran una variedad enorme entre las especies que son destinadas al comercio ilegal, algunas de ellas bastante sorprendentes. ¿Qué hace, entre las piezas localizadas en el aeropuerto de Menorca, un ejemplar de cocodrilo de Cuba (Crocodylys rhombifer)? O, a qué mente privilegiada se le ocurrió disecar tortugas de tierra (Testudo hermanni) representando figuras, se supone que divertidas, con gafas de sol incluidas, destinadas a ser vendidas como vulgares souvenirs? La lista es larga e incluye fósiles, peces, tortugas de california (Trachemys scripta) y un largo etcétera, lo que pone de manifiesto que el nivel de necedad de los humanos no tiene límites.
Esta costumbre nefasta, la de coger del medio natural lo que no nos pertenece, no es nuevo. Hace ya unas cuantas décadas se puso de moda arrebatar las estalactitas y estalagmitas de algunas cuevas menorquinas. Visitar, hoy en día, los restos de la cueva de Na Polida es una experiencia angustiosa si nos imaginamos cómo era antes de ser arrasada. Los humanos somos depredadores por naturaleza. Mostramos poco respeto por lo que no nos pertenece. Y de esta plaga no se salvan otros tipos de patrimonio. Por ejemplo, el etnológico: que se lo pregunten a los payeses que están cansados de tener que reponer barreras de acebuche, desaparecidas misteriosamente de las paredes donde están situadas. Tampoco se salvan los bienes inmuebles históricos: las vigas de leña del hospital de la isla del Rey, en el corazón del puerto de Maó, todavía existen, restauradas, aunque no en el edificio original donde fueron ubicadas. Seguramente nos sorprenderíamos al saber sus nuevas ubicaciones. Lo mismo podemos decir de las tejas, que van y vienen con una sospechosa facilidad, especialmente si son antiguas y se conservan en buen estado. Ya ven, la lista es larga. Demasiado. Me gustaría pensar que el verbo expoliar no forma parte del modo de proceder de los lectores de estas líneas, aunque desgraciadamente esto es poco probable. Sobre todo si tenemos en cuenta que a veces actuamos sin ser conscientes de las consecuencias de lo que hacemos y que, sin querer, podemos convertirnos en una especie de expoliadores, eso sí, a un nivel que no se puede ni comparar con los ejemplos que se han citado más arriba.
Todos somos microexpoliadores en el momento en hacemos uso de la naturaleza: es inevitable dejar marca en el momento en que se accede a ella. Y, a pesar de que muchas veces nos puede parecer que estos impactos son mínimos, no deberíamos subestimarlos.
Por este motivo, en lugar de seguir haciendo un inventario de estos casos flagrantes y llamativos, me gustaría reflexionar en torno a un fenómeno que podríamos definir como expolios de baja intensidad, aquellos que se producen de manera inconsciente e involuntaria, pero que también tienen su impacto en el medio, al que se acaba despojando de algo que le pertenece. Dicho de otro modo, y que nadie se asuste, todos somos microexpoliadores en el momento en hacemos uso de la naturaleza: es inevitable dejar marca en el momento en que se accede a ella. Y, a pesar de que muchas veces nos puede parecer que estos impactos son mínimos, no deberíamos subestimarlos. En Menorca no suele nevar casi nunca, pero hay una imagen que nos puede ayudar a entender que la suma de pequeñas incidencias puede acabar teniendo consecuencias graves: un copo de nieve que cae en la rama de un árbol es inofensivo; que se le acumulen miles, pueden llegar a romperla y hacerla caer al suelo. Cada pequeño expolio no deja de ser, pues, una pequeña mota de nieve sobre el paisaje de la isla. Inevitable? Hasta cierto punto.
Uno de los ejemplos que se debe comentar es el de la arena de las playas. No hablamos ahora de la costumbre nefasta de llevarse a casa, como recuerdo, pequeños frascos con arena de los sitios visitados, sinó de un caso más sutil. Un estudio del geógrafo Francesc Xavier Roig concluye que la playa de Son Bou pierde 26,4 toneladas de arena cada año, a razón de los 33,64 gramos que se lleva cada usuario, ya sea porque la transporta pegada al cuerpo o, también, a la toalla. El estudio se hizo en doce playas, y los cálculos apuntaban a una cifra total de 82,2 toneladas de arena desaparecida anualmente en estos lugares, una muestra parcial pero significativa del litoral menorquín. Seguro que, al saberlo (porque es difícil ser conscientes de la magnitud del fenómeno si nadie nos informa con datos rigurosos), se pueden poner en marcha medidas sencillas para evitar que la arena desaparezca de la playa.
Hay otros casos que son más importantes, porque se hacen conscientemente, aunque se pueda pensar que son inofensivos. Pondré dos ejemplos. El primero es el de los guijarros, las piedras redondeadas que se encuentran en muchas calas y en otros lugares de la costa. Dejando de lado la mala costumbre que, hace unos años, se ha extendido por Menorca, consistente en hacer montones de piedras, imitando los usos tibetanos (que dicho sea de paso, en el país del Himalaya están muy bien pero que en Menorca chirrían soberanamente), hay otro impacto relacionado con estas rolling stones isleñas que mucha gente se ha llevado a casa para destinarlas a los usos más diversos (topes para puertas, etc.). Yo aquí debería entonar un mea culpa, porque también lo he hecho. Si sumamos lo que hay esparcido por las casas, probablemente dispondríamos de suficiente material para convertir en cala de guijarros alguna de las playas menorquinas de dimensión media.
El segundo de los ejemplos tiene que ver con el Camí de Cavalls. Esta maravilla de itinerario que circunvala la isla es empleado por mucha gente. Uno de los malos usos que podemos detectar es la costumbre de arrebatar las placas de las pilonas que marcan el camino, imagino que para ser convertidas en recuerdos del paso por esta ruta. Estamos, otra vez, ante una muestra del egoísmo del ser humano, que abusa de un bien colectivo para un beneficio exclusivamente personal. Aquí, además, el expolio implica dedicación, porque estas piezas están bastante incrustadas en la madera. Se hace necesario el uso de algún tipo de herramienta para conseguirlas, lo que implica una más que posible premeditación a la hora de ejecutar este acto vandálico.
Volviendo a lo que decíamos antes, acceder al medio natural tiene siempre su impacto. Quizás es más evidente en los casos en que nos encontramos ante afluencias masivas. Pero, incluso en los casos más puntuales, siempre hay consecuencias. Son inevitables. Tenemos, sólo, que ser conscientes y actuar de tal manera que estos impactos se puedan minimizar. Casi siempre, además, esto es fácil de conseguir. Sólo hay que tenerlo claro y tomar como divisa un consejo (que tiene sus años pero que no ha perdido su vigencia) que viene a decir que deberíamos dejar los lugares donde vamos mejor de cómo los hemos encontrado. Esta es una manera muy sencilla de minimizar los impactos, de reducir a la mínima expresión nuestros expolios de baja intensidad.
EL AUTOR
Ismael Pelegrí, miembro del Institut Menorquí d’Estudis, IME.
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no tenemos perdon está claro. aunque lo de la desaparición de arena..supongo que afectan más el viento y las mareas que otra cosa.no?
Arrancar las placas, las montañitas de piedras zen, la poseídonía que afea las calas y que quitamos sin escrupulos, (cala blanca) y todo sin entrar en la basura… que eso es para dar de comida aparte. Somos un desastre. A veces el camí de cavalls parece un día de “jaleo”, bicis, carreras masivas, motos, quarks, Como decía el filósofo “un poquito de por favor”.